A principios de los noventa
debutaba como estudiante de arquitectura en Madrid. Como habitante de la
periferia, realizaba a diario un largo trayecto para asistir a mis clases. Un
grupo de compañeros nos reuníamos temprano en el acceso de la estación de tren,
abierta en aquel momento a las inclemencias meteorológicas, aunque cubierta por
una marquesina industrial de chapa. Recuerdo el frío al amanecer, el óxido de
las naves adyacentes de la John Deere, la espera frente al andén vacío del otro
lado, el sonido del tren pasando lentamente ante nosotros, casi rozándonos, el
orden de la gente regularmente ordenada -como una secuencia de bultos- al ritmo
todavía invisible de puertas y vagones. La ciudad no se caracteriza tanto por el
mapa de la colonia, el barrio o el suburbio. La ciudad se explica desde nuestras
trayectorias (1).