Inmediatamente nos sentimos atraídos por este extraño lugar. La cabaña nada tenía que ver con aquella que Martin Heidegger ordenó construir en las idílicas montañas de la Selva negra, ni tampoco, claro está, con la construida por el propio Henry David Thoreau en el bosque junto al lago Walden en Concord, Massachusetts. Aquí el entorno lo configuraba una autopista y una urbanización de viviendas un tanto anodina, el paisaje típico de la periferia. Sin embargo, su posición aislada y elevada resultaba ideal para investigar en solitario y testar ladera abajo el sorprendente caminar de los prototipos móviles; el viento, que tanto gusta de habitar en lo alto, agitaba los árboles e inquietaba a los “animales”, que parecían comprender el lenguaje del territorio.
Resulta envidiable la cultura
pragmática de este holandés, artista y estudiante de física en la Universidad
de Delft. Lejos de laboratorios
pretenciosos o naves rehabilitadas para
artistas recomendadas por curators en
las nuevas guías para turistas trendy,
su lugar de trabajo se establece sobre tres elementos estrictos y mensurables: retiro,
economía y viento. La montaña artificial sobre la autopista proporciona el
lugar perfecto para la investigación en soledad, un margen de la ciudad para
trabajar al margen; la instalación de la frágil construcción entre los árboles
la asegura frente al viento: los árboles arropan y defienden, construyen la cabaña desde la profundidad de sus raíces; el viento se presenta como el verdadero protagonista del lugar, el motor que pone en marcha por vez primera los prototipos de Theo
Jansen; si Le Corbusier dibujaba la Acrópolis con el mar y las montañas al
fondo, el paisaje terrestre, aquí
éste alcanza la transparencia de lo cotidiano frente al paisaje atmosférico, ese fluido vaporoso que descubrimos cuando desertamos de la ciudad mirando hacia arriba y percibimos
el viento entre nosotros.
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