Cuando la arquitectura se entiende como un proceso, estamos en
condiciones de afirmar que los distintos estadios productivos que la definen son también
arquitectura: el croquis, el encofrado o el transporte son
tan sólo piezas de un collage que desdibujan los límites materiales de la arquitectura.
Un joven Richard Buckminster Fuller imaginaba el planeta como único territorio posible, un lugar único sobre el que su obra, ligera como el aire, podía viajar alrededor del globo. Plasmó su idea en un conocido dibujo de los años treinta y años después, cuando el ejército norteamericano le encargó que diseñara construcciones temporales de campaña, Fuller consiguió ver su sueño hecho realidad gracias a la ligereza de sus unidades y a la maniobrabilidad del helicóptero. Contaba Alejandro de la
Sota cómo las cerchas del Gimnasio Maravillas atravesaron el
Madrid de los ’60 en camión, una imagen que por ahora no hemos podido conseguir y por lo tanto, tan solo existe en blanco y negro en nuestra imaginación. Al llegar
a su destino, los frailes extrañados le preguntaron: “pero, Don Alejandro,
¿esto es para aquí?”.
El estudio madrileño de Tuñón y Mansilla convirtió el traslado de las enormes letras prefabricadas de hormigón del Museo de Bellas Artes de Castellón en una performance que conectaba los polos geográficos de su trabajo, el viaje como parte fundamental del proyecto. El museo, desde entonces, aparece en la memoria colectiva como una imagen de carretera que trasciende la del propio edificio. Pero es que ¿cuál es el límite de un museo? O mejor ¿cuál es el límite de la arquitectura?
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