De las muchas torpezas que los
arquitectos promovemos con frecuencia, el hecho de dibujar la naturaleza
constituye, quizá, la más hermosa. En nuestros planos aparecen representados de
alguna manera árboles y plantas, ríos y mares, océanos desprovistos del azul
celeste de los mapas. Pero ¿acaso es posible condensar las mareas o los
paisajes en un pedazo de papel? “Las
bellezas desaparecerán en mi pluma como asesinatos reiterados”, escribe el
propio Le Corbusier consciente de las limitaciones del dibujo cuando se trata
de abordar la Naturaleza (1).
Dibujar la naturaleza supone el
primer y más importante acto de reconocimiento: “todo lo que se mueve o se
balancea, todo lo que tiembla o se estremece, ha reconocido ante sí a un ser
semejante. […] Haz que se muevan (los árboles dibujados) como nosotros nos
movemos” (2). La práctica consistiría entonces no en dibujar el cuerpo sólido de la naturaleza, sino su
vocación oscilante, su agitación como ser vivo y, por lo tanto, vacilante; como
la representación del agua en Fallingwater (3). Si se observa con la suficiente
calma, se puede observar el movimiento de la corriente del río bajo la casa,
adivinar (como hacen los pescadores) la velocidad y profundidad del cauce antes
y después de la cascada. El agua derramada fluye hacia los extremos, se
extiende, se arremolina y vuelve al centro, se detiene y avanza de nuevo hacia
las rocas de la orilla liberando remansos y recovecos. Más allá está el mar, no
importa la distancia ni las fuerzas que se interpongan. No hace falta
dibujarlo.
NOTAS
(1) Le Corbusier, La Voyage d’Orient,
1911 (publicado por primera vez en 1965). Ver “Oh, Brueghel (El Doble del
mundo)”, Luis Moreno Mansilla, Circo 2000.79
(2) “Principios”, Luis Martínez
Santa-Maria, Madrid, Lampreave 2012, pág. 95.
(3) Casa Kaufmann, Frank Lloyd Wright, Arroyo Bear
Run, Pensilvania, EEUU, 1936-39.
Magnifico!!
ReplyDeleteGracias Suni Mocholi
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