La definición del continente establece tal vez una de las configuraciones espaciales más independientes de la medida, la escala, la proporción o la forma. Por un lado, continente será todo aquello que contiene dentro de sí a otra cosa, desde un cofre a una ventana, una habitación, una plaza, una cueva o un bosque: algo parecido a un lugar. Por otro lado, el continente como extensión de tierra separada por los océanos introduce la variable geográfica, la vastedad de un territorio original en movimiento, más allá de las fronteras políticas, la antigua deriva continental y su desplazamiento acordeónico que nos remite al origen virginal del Mundo.
Las múltiples capas y lecturas del continente habilitan -fíjense- una arquitectura para todas ellas, una cualidad
telescópica de orden sucesivo que estableciera (como la matrioska) un orden
inclusivo de anidaciones crecientes. Así la arquitectura podría contener ciudades desde cúpulas aéreas y protectoras, como la de Buckminster Fuller y Shoji Sadao para la ciudad de Nueva
York; ocupar bosques enteros mediante invernaderos gigantescos, como el Palacio de Cristal de Joseph Paxton en Londres, o diminutos como los instalados
por Junya Ishigami en el pabellón de Japón para la Bienal de Venecia; la
arquitectura se atrevería incluso con la delimitación de climas en la obra de Olafur
Eliasson o Philippe Rahm. Arquitectura, continente del Mundo.
Entre tanto, nuestros cuerpos se enredan en continentes cercanos, ergonómicos como sillas cascarón o trajes espaciales, elementales como ventanas y muros profundos, ilusorios como la invitación inaccesible de los espejos; espacios intermedios o la arquitectura como un hermoso disparate continental. Y sin embargo la vida nunca es contenible como no lo son las tormentas o los recuerdos, como no lo es el amor, la risa o el horizonte: las cosas verdaderamente importantes son aquellas que no podemos contener. La arquitectura será entonces un continente habilitante para el ser, una potencia, un cuerpo poroso para el espíritu (Sota), como aquella partitura que John Cage dedicara al silencio, un silencio contenido -paradójicamente- en cuatro minutos y treinta y tres segundos. Mapas en blanco. Continentes especulativos.
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