Cuando
Eduardo Chillida decidió aparcar sus estudios de arquitectura y dedicarse al
dibujo en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, pronto descubrió que su
virtuosismo ante el desnudo poco o nada tenía que ver con sus intereses. El
joven talento pronto descubrió que aquella habilidad sublime, que conectaba
con certeza el ojo con la mano, no era suficiente para encontrar aquello que buscaba: el vacío, la gravedad, la luz allí en la hondura de la materia,
el tiempo, el origen en definitiva de algo anterior y remoto, no podía ser
desvelado por un adolescente diestro (desde la destreza). Fue entonces cuando comenzó a dibujar con la mano izquierda, esa mano que hasta entonces era
utilizada para sujetar el papel o el caballete, mano lastrada por la
torpeza, mal entrenada, la mano en el bolsillo, la mano periferia.
29 January 2019
22 January 2019
DESDE LA PERIFERIA
A menudo nos referimos a la periferia desde una determinada
situación geográfica, urbana, social, económica, política o ambiental, estableciendo
su condición desde una suerte de matemática bipolar: la periferia sucede en
torno a un centro del que se encuentra irremediablemente excluida (1). En el
imaginario cultural, o mejor cultureta,
la periferia es lejanía, espacio marginal grisáceo y desestructurado, servidumbre,
un intangible desheredado, homogéneo y banal como las cunetas, las vallas
publicitarias, los concesionarios de coches o las gasolineras: “la periferia no
es donde el mundo termina, sino el lugar donde el mundo se decanta” (2), una hábil
definición de Joseph Brodsky que parece nacida al servicio de la Modernidad Líquida
enunciada por Bauman como una celebración trágica.
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