Ganar unas elecciones presidenciales requiere al menos un candidato, un partido, una ideología. Necesario pero no suficiente, como bien saben nuestros atentos politólogos. Para ganar unas elecciones presidenciales se necesita un relato coherente y estimulante sobre el Mundo, una historia –a veces un cuento- desde la que el ciudadano pueda reconocerse a sí mismo y reformularse en relación a los otros. Así hemos pasado en cuestión de días del Yes We Can de Obama al America First de Trump: del estado del bienestar al estado resort.
Trump ha sabido
deslizar un relato que si bien no es nuevo, sí ha resultado efectivo en este
momento, al menos para buena parte del electorado norteamericano. La imagen del
estado resort privilegia la exclusividad del club, una ficción
escenográfica que promete beneficios sólo al reducto nacional, el ‘auténtico’
pueblo norteamericano en este caso. Así, en el interior del estado resort no
existe el cambio climático, ese invento de hippies trasnochados; en el interior del resort no
habitan inmigrantes molestos de culturas indescifrables, no hay lugar para los indignados, los desposeídos ni por
supuesto para mujeres como Rosie O’Donnell; por no haber, no
hay ni enfermos, milagro y razón de más para suprimir de inmediato el programa ObamaCare. El resort deporta las realidades molestas y en
su lugar ofrece una suerte de naturaleza-ficción, una distopía paradójicamente próspera, una pesadilla de
rostro operado tristemente feliz.
El resort propone en su interior tan solo dos modelos de habitante: el
cliente y el empleado. Y el menos atractivo ya cuenta -de partida- con la
promesa de un empleo, el comienzo del sueño americano propiciamente recuperado
por obra y gracia de Trump: bring jobs
back from China, Mexico, Japan and Vietnan nos decía. Claro que en el
imaginario del resort, el rol más tentador
será el del cliente por derecho, el centro seductor para el que se establece un
entorno soleado y climatizado a base de aspersores y piscinas cloradas, césped
artificial, columnatas clásicas, música dance
y tías buenas, que “para eso voté a
Trump, soy blanco, norteamericano y tengo una estatua de la libertad”. La ciudadanía ha muerto: se buscan
clientes, empleados y palmeras de atrezzo.
El imaginario del estado resort preocupa tanto por su interpretación
interior del modelo ciudadano como por su concepción implícita y global del
mundo exterior: para el estado resort el planeta es basura, de
hecho, si el planeta constituyese un paraíso no se necesitaría del resort, ésta es la verdadera tragedia
oculta y silente, el fango en las alcantarillas del relato de Trump. Es
precisamente en este punto donde los límites resultan indispensables, la
obsesión por los muros, las fronteras de espino que ‘resuelven’ cualquier
conflicto expulsando al planeta basura
todo aquello que de alguna manera incomoda a los clientes o dificulta la labor
de los empleados: get out of my country,
un nuevo mantra militarizado y al parecer contagioso que el mundo observa con
una mezcla de miedo, estupefacción, impotencia e incertidumbre.
Hace poco el filósofo Slavoj Žižek argumentaba
en una entrevista que el error fatal radicaba
no tanto en la figura de Trump como en el propio sistema, incapaz de reconocer
en la vulgaridad y los errores manifiestos del nuevo presidente la parte
humana, visceral y sin censura que ha permitido que millones de americanos se
sientan identificados con él y su relato, una versión de la realidad más allá
de los partidos tradicionales –más allá de los estados del bienestar- que
resulta seductora para una sociedad hastiada de crisis, recortes, desigualdad,
paro o corrupción: un mal que se extiende como la pólvora. ¿Existe en el Mundo conocido
un relato alternativo y coherente al América
First capaz de ganar unas elecciones? Me temo que pronto lo sabremos. Hasta
entonces, bienvenidos a la era de los estados resort -Donald Trump- y el planeta basura.
Imagen: A
bigger splash. David Hockney
Publicado originalmente en El País, 24 de noviembre de 2016, consultar aquí.
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